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entre las piernas. Ignaschka, el tonto, las abría
cuando podía y se reía como tonto que era. Mamont
Ilíich disparaba la pistola... ¡pif!... y la botella saltaba
en dos pedazos.
Pero, una vez, debió de picar un tábano o cosa
así a Ignas-chka, porque se meneó del sitio y la bala
le entró en la pierna, y precisamente en la rodilla.
Llamaron al médico, y en un dos por tres le cortó la
pierna. Luego, la enterraron.
-¿Y el tonto?
-Se quedó muy satisfecho. Un tonto no necesita
piernas ni brazos, pues con su tontería tiene
bastante. A un tonto todos le quieren, pues la
tontería no hace daño a nadie ni ofende. También se
dice: "Si un empleado es tonto, vivid en paz con él .
Estas anécdotas no hacían la menor impresión a
mi abue-la, porque subía a docenas otras mejores;
pero a mí me pro-ducían cierto estremecimiento,
que me movía a preguntar al tío Pedro:
-¿Y un señor de esos puede matarle a uno?
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-¿Por qué no? ¡Claro que puede! ¡Hasta se matan
unos a otros! Una vez, se presentó en casa de
Tatiana lexievna un hulano que tuvo una disputa con
Mamont... Cogieron los dos sus pistolas, salieron al
parque, y allí junio al estanque en medio del camino,
el hulano metió un balazo a Mamont... ¡Pit!... en el
mismo hígado. Marnont fue al cementerio, el hulano
al Cáucaso... y se .acabó la historia. Así se portan
unos con otros por no hablar de lo que hacen con
los aldeanos y con otras gentes. Ahora, los aldeanos
ya no les sirven..., pero antes procedían más
cuidadosamente con ellos, porque los aldeanos eran
su riqueza.
-¡Oh! Tampoco antes se andaban con muchos
miramien-tos -dijo mi abuela.
-Puede ser -convino el tío Pedro-. Eran su
propiedad, pero una propiedad de poco precio.
A mí me trataba siempre amablemente, hablaba
conmigo lo mismo que con las personas mayores, y
no me escondía sus ojos; y, sin embargo, había en él
algo que me desagradaba; cuando repartía sus
rebanadas de pan con mermelada, untaba la mía con
más cantidad que las otras, y cuando venía de la
ciudad me traía azúcar de malta y tortas de
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adormideras. Siempre que hablaba conmigo, lo hacía
con gravedad y en voz baja.
-¿Y qué queremos ser, señorito? ¿Soldado, o
empleado?
-Soldado.
-Muy bien. Ahora, los soldados no lo pasan tan
mal. Tampoco les va mal a los popas, que con
refunfuñar: "Señor, apiádate", ya están del otro lado.
Al popa hasta le va mejor que al soldado; pero mejor
aún lo pasa el pescador, que no necesita aprender
nada en cuanto tiene un poco de práctica.
Describía muy graciosamente cómo colean los
peces en torno del cebo, y cómo rebullen las percas,
los cargos y los gobios, tan pronto como han picado
el anzuelo.
-Tú te enfadas siempre cuando el abuelo te pega
-dijo una vez, consolándome-. Pero no hay por qué
incomodarse, señorito, porque sólo te pegan para
que aprendas, y esos golpes hacen mucho bien a los
niños. Mi clemente señora la condesa Tatiana
lexievna sabía mucho de palos. Tenía para eso a un
individuo especial, que se llamaba Cristóbal, y que
era tan diestro en su oficio, que los vecinos de otras
posesiones rogaban muchas veces a la clemente
señora condesa: "Préstenos usted, querida Tatiana
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lexievna, a su Cristóbal, para ver si hace entrar en
razón a nuestra canalla aldeana". Sí; y ella se lo
prestaba.
Refería con toda amplitud y tranquilidad que su
señora, sentada en la escalera de la casa, adornada de
pequeñas columnas, con un traje blanco de muselina
y un velo celeste, veía desde su rojo sillón
almohadillado cómo Cristóbal daba de latigazos a
hombres y mujeres.
-Has de saber, señorito, que ese Cristóbal
procedía de Riazan, y tenia aspecto de gitano o de
pequeño ruso, con un bigote que le llegaba hasta las
orejas y una cara com-pletamente azul, porque se la
afeitaba. Parecía bastante tonto, pero también podría
ser que lo fingiera para que no le molestaran sin
necesidad. En la cocina llenaba muchas veces una
taza de agua, cogía una mosca, una cucaracha o un
abejorro, y trataba de ahogarlo, apretándolo siempre
para abajo con un palito.
Anécdotas de éstas, en las que por cualquier
motivo se trataba siempre de los malos tratos y de
las burlas gastadas a los hombres, ya se las había
oído yo en gran número a mis abuelos. Ya no
podían suscitar en mí ningún interés, y, por tanto,
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rogaba al cochero que me contara cualquier otra
cosa.
Primero, sus arrugas se corrían haca la boca,
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