[ Pobierz całość w formacie PDF ]

junto a la costa e inflaba las velas impulsando el convoy en su ruta hacia el noroeste. El gregal, como su
nombre indica, llegaba desde Grecia. Ahora Génova parecía cercana y todos se preparaban para las cada
vez más inminentes ceremonias de Tortona.
Sin embargo, los viejos pilotos no estaban tan tranquilos.
-Con tal de que no haga el girasol -decían. Difícilmente los demás habrían podido entender su jerga.
Hacia la hora sexta del día estaban al través de Bocca di Magra y el viento, que había cambiado a
siroco, levantaba olas pequeñas que parecían querer acariciar la proa de las galeras.
-Ya estamos en siroco -comentaban lacónicos, como siempre, los pilotos, dirigiendo la mirada hacia
Siria, de donde procedía el viento. Para ellos esa frase contenía un presagio inquietante.
A la hora octava se desató un viento muy tenso de mediodía que alzaba un poco la mar, pero las naves
aún conseguían avanzar a buen ritmo.
-Ya ha hecho el girasol. Han pasado dos horas desde el mediodía. Dentro de poco estaremos.
Los Cómitres de todas las naves, sin ni siquiera consultarse, viraron a babor y se alejaron de la tierra
firme.
-Si nos coge el lebeche junto a la costa estamos apañados -fue la única respuesta a quien preguntaba el
porqué del desvío de la ruta.
Y puntual, a la hora décima, el temible lebeche comenzó a soplar con las primeras ráfagas cálidas y
violentas. La dirección del viento había dado toda la vuelta, siguiendo al sol, de nordeste hasta más allá
del sur: había hecho el girasol.
Ahora las rachas eran más fuertes y frecuentes y a los marineros les llegaba, junto con el calor del
desierto, el olor de la arena roja. Los griegos llamaban a ese viento lebeche porque, desde su punto de
observación, provenía de Libia. El lebeche soplaba hacia tierra y había que evitar, como fuera, que
impulsara las naves hacia la costa, donde ya no habrían podido dar bordadas. Ahora la mar se había
vuelto muy gruesa y olas enormes golpeaban las naves por delante de la amurada, sacudiendo las
estructuras de proa a popa.
Las salpicaduras, cada vez más fuertes, bañaban completamente las cubiertas y los huéspedes buscaban
refugio en los puentes inferiores. Tratar de usar los remos era una locura, se habrían despedazado a la
primera oleada. Había que proseguir contra el viento y, luego, en el momento oportuno, virar a estribor
dejándose llevar por el lebeche y las olas de popa, para después tratar de refugiarse tras las islas del Tino
y la Palmaria.
La mar se hacía cada vez más gruesa. Las imponentes oleadas rompían fuerte, barriendo el puente supe-
rior y cayendo sobre el otro lado de la embarcación. Si alguien hubiera tenido la desgracia de ser
sorprendido en cubierta, habría sido arrollado y expedido al mar; el manejo de las velas se había vuelto
imposible. Las olas que se paraban delante eran como nuevas montañas que escalar y hacían cabecear las
naves de manera preocupante. Cada oleada, enorme, era seguida por una hondonada impresionante. A
menudo parecía que la nave se dejara engullir por aquellos profundos valles, con la proa que se
precipitaba entre las volteretas de la espuma.
En un momento dado, no fue posible avanzar; había que virar de bordo y tratar de refugiarse detrás de
la isla, volviendo, como mejor se pudiera, la popa al mar y manteniendo las olas en los llenos de popa.
Ahora los golpes de mar, elevados por el fuerte lebeche, se erizaban como finas cuchillas que, con las
crestas cubiertas de espuma blanca y atravesadas por el sol, aparecían verdes. A medida que pasaban las
horas el mar se hacía más tempestuoso. El viento arrancaba la espuma de la cima de las olas y la extendía
sobre el mar en blancas cintas horizontales. Casi todas las velas estaban amainadas. Sólo las de los
trinquetes y los foques pequeños del bauprés estabilizaban aún las embarcaciones, impulsándolas incluso
demasiado. Estaban en medio de la tempestad: las oleadas golpeaban las naves en los raceles
sacudiéndolas y haciendo gemir maderas y arboladuras.
A bordo, gran parte de los invitados estaban tumbados en los puentes inferiores. Vómitos y lamentos
quedaban ahogados por el silbido del viento entre las jarcias y el arrítmico choque de las garruchas, que
parecía fueran a romperse con los golpes. Ahora, las oleadas venían de popa y recaían delante de las
proas, que entre una cresta y Otra, parecían abismarse aún más en los amplios valles. Sólo tras varias
horas, mientras caía el sol, en un cielo barrido por el lebeche, por fin se empezó a vislumbrar la azulada
isla del Tino.
Alcanzarla significaba la salvación. En pocas horas todas las maltrechas naves ganaron, con gran
esfuerzo, el suspirado reparo, donde, aunque el viento seguía silbando, el mar estaba calmo y los
huéspedes exhaustos pudieron por fin reposar.
Quien aún tuvo fuerzas consiguió comer un guiso caliente. Quizá al atardecer del día siguiente, el
tiempo fuese mejor y entonces se podría intentar la última etapa.
En efecto, al otro día, al caer la tarde, el viento disminuyo y se tomó la decisión de partir, pero cerca de
Portum Delphini el golfo estaba aún muy agitado y hubo que repararse de nuevo. Una parte de la flota
ancló en esa bahía desprotegida, a la que los lugareños llaman Portofino, mientras los demás bajeles
buscaban refugio en las ensenadas más próximas. Hubo otros dos días de espera enervante, antes de
afrontar otra vez la mar.
Desde la noche de Pisa, Geraldo trataba de reencontrar en Melita a la criatura incitadora y maternal que [ Pobierz całość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • imuzyka.prv.pl
  •